lunes, 23 de marzo de 2020

Lorenzo Sanz, el presidente de la Séptima

Lorenzo Sanz, el 20 de mayo de 1998. Foto de Atlas (ARCHIVO EL PAÍS).

Lorenzo Sanz era un señor castizo, un buscavidas que desde la pobreza se labró un hueco en la vida a su manera, tosca pero astuta, sin elegancia ni clase, pero con olfato e instinto, y que devolvió al Real Madrid la gloria europea y recuperó el prestigio deportivo. Lo consiguió al estilo de los noventa, entre delirios de grandeza pero gestiones chapuceras. "Estamos aquí para recuperar nuestro sitio en la historia", proclamaba micrófono en mano ante el Bernabéu en el verano de 1996, durante la presentación de la temporada. Aquel curso fichó al mejor entrenador del mundo y reunió una de las mejores camadas de fichajes de siempre. Había sembrado el camino del Real del siglo XXI. 

Era un madridista tradicionalista, del puro y las mocitas madrileñas, que captó el sentido global del fútbol aunque sin el talento ni la capacidad para desenvolverse en la nueva galaxia que se avecinaba. Un tipo familiar, paternalista y cercano con los jugadores; conocedor del juego, con buen ojo para fichar y muy, muy apasionado del Madrid, que era el centro de su universo; un hombre también de sombras y grises, involucrado en negocios turbios y con problemas con la Justicia, como muchos buscavidas. Su despedida de la Presidencia, en aquel verano del 2000, significó el final de una era: el adiós a los noventa y a los presidentes como Sanz. Había conseguido reescribir la historia, su gran deseo. Durante su mandato, el club desterró los éxitos europeos en blanco y negro e inició el Madrid moderno, el que todos conocemos hoy: respetado, temido y de nuevo hegemónico. Su legado para el madridismo es inmortal: legó el título más importante de su historia, la Séptima. Descanse en paz.

viernes, 20 de marzo de 2020

Recuerdos de un Mundial (I): Italia 1990

Fue el Mundial que conquistó la Alemania de Matthäus (y con Bodo Illgner de portero). La Mannschaft sumó su tercera corona, igualaba a Brasil e Italia e inmortalizó que "el fútbol es un deporte que inventaron los ingleses, juegan once contra once y siempre ganan los alemanes". La Alemania Federal, en tiempos donde la URSS aún existía, apeó a la Holanda campeona de Europa (Gullit, Rijkaard y Van Basten) y a una de las mejores Inglaterra de su historia (Gascoigne). Pero también fue la Copa del Mundo que el Pelusa dejó escapar. La albiceleste, ebria de felicidad con México 86, acarició la gloria infinita del Olimpo del fútbol (como los germanos, podía empatar en entorchados con brasileños e italianos), pero empezó con un sonoro ridículo ante Camerún. Fue también el Mundial en el que Italia pitó el himno argentino y Maradona (leyenda viva ya del Nápoles, con dos Scudettos en San Paolo) se revolvía contra la grada, mascullando "hijosdeputa".

Italia renovó sus estadios y acogía de nuevo una Copa del Mundo tras su cita del 34 (con Mussolini en el palco). El Calcio vivía su era dorada: el Milan de Sacchi reinaba en Europa, Platini se erigía en mariscal de la Juve, el Nápoles sobrecogía el norte italiano y el Inter brillaba con sus tres alemanes campeones mundialistas (Matthäus, Brehme y Klinsmann). La azurra presumía de su nuevo bambino de oro, su 10 fantasista, Roberto Baggio, joven perla de la Serie A y recién fichado por la Juve. Pero cayó en semis, derrotada por Maradona. ¿Y España? Ay, España, presa de su malditismo histórico. No pasó de octavos, eliminada por Yugoslavia. Antes, Míchel exhibió su icónico grito: "Me lo merezco". No fue tampoco un Mundial reluciente en juego: hubo pocos goles, muchos pases al portero (el detonante para instaurar la cesión) y demasiadas tandas de penalti. Pero siempre me gustó su canción, la estética de sus camisetas y las historias que dejó para la posteridad.