Leo Messi. Foto: DIARIO OLÉ |
Muchos disfrutaron de su inmenso talento. Yo no. No pude ni supe: explíquenme cómo se disfruta de semejante bestia que vestía de azul y grana y cuyas hazañas castigaban al Real. Lo respeté y lo valoré, sí; aprecié el privilegio de contemplar a uno de los más grandes del Olimpo, consciente de presenciar en directo al talento más sublime que ha visto el fútbol español desde Maradona. Pero sobre todo lo temí y lo sufrí. Cada genialidad, cada brillante acción repetida con una asombrosa regularidad, era una puñalada para el madridista, para goce y deleite del culé. El desafío del Madrid fue mayúsculo: competir en la era de Messi. Y el corolario dejó sangre y lágrimas: el dolor de ceder el trono de la Liga durante diez años y la desazón de que la Orejona viajara a Barcelona cuatro veces. Por no hablar de la cuchillada casi persistente de los clásicos. Fue una pesadilla, un tormento que duró demasiados años. Se marcha el rival más temible que ha soportado y soportará el Real. Su leyenda elevó al fútbol español, enalteció a su club como ningún otro futbolista consiguió en su historia y propició que las victorias blancas tuvieran más mérito. No, no se derrotaba al Barça: se lograba la heroicidad de ganarle al Barça de Messi, otra cosa bien distinta.
Fue un honor, Messi.