Un servidor, que estuvo aquella tarde en el Bernabéu y fue testigo de la
coronación de la Liga más increíble de todas las que celebró el madridismo en
su historia, nunca había visto por televisión aquel partido. Diez años después,
aquel inolvidable Madrid-Mallorca reapareció de casualidad gracias
a YouTube, con el encuentro completo y narrado por el equipo de Canal Plus. Fue imposible
resistirse al morbo de confrontar, una década después, los recuerdos con el
visionado preciso de los 90 minutos de aquel duelo. Porque sobre aquel día uno
conserva intactas las sensaciones, así como las anécdotas contadas tantas veces para rememorar la cita y también las imágenes icónicas que la tele ha
ido repitiendo a lo largo de estos años. Pero la memoria apenas custodió el lance del
juego: el fútbol y sus circunstancias. No recordaba, por ejemplo, que Ramos (entonces
se le nombraba como Sergio Ramos) jugó como central; ni recordaba tampoco la exhibición que
derrochó Arango en el Bernabéu.
Me acuerdo -disculpen, pero sólo puedo usar la primera persona- del gol del
Mallorca como un escalofrío; mantengo muy presente qué sentí cuando Ruud van Nistelrooy abandonaba el
campo lesionado en la primera parte y con el marcador ya adverso; no olvido que
dos veces pregunté por el resultado del Barça a mi desconocido vecino de
asiento: sin despojarse el auricular de la radio, primero respondió
0-1 y después 0-3. Nunca más volví a preguntarle. Todavía sonrío cuando evoco las palabras que aquel grupo de hinchas gallegos le espetaban a Roberto Carlos desde la grada cuando el lateral defendía a Jonás: "Dale, Roberto, dale". Recuerdo cómo temblaba
el estadio con el gol del empate. A fuego quedó grabado el abrazo con el que nos fundimos mi
otro vecino de bancada -también desconocido- y yo tras el segundo del Real. Y aún
permanece fresco mi estupor al comprobar en el marcador quién había anotado el
tanto, cuyo goleador, con el estruendo de la celebración, no dio tiempo a discernir
en directo. “¡Diarrá, Diarrá!”, gritábamos incrédulos y sonrientes. Y jamás se borrará el instante del pitido final, las manos
en alto, el alivio y el júbilo por un título que se resistió cuatro años y que
se consiguió de la manera más inverosímil: a contracorriente, remontando y desafiando
cualquier ley de la lógica futbolística. Esos sentimientos son patrimonio
sagrado de mi memoria como madridista.
Ante todo, si una sensación perdura es la tensión con
la que se vivió el transcurso de los minutos. La Décima fue una agonía hasta el
gol de Ramos; la Undécima fue un mar de nervios y la Duodécima, sexo en el paraíso; pero aquel
alirón de la trigésima Liga, aquella final liguera en la que el Real ponía fin
a cuatro temporadas de fracasos y decepciones, si una impresión predominó en el ambiente
fue la tensión.
Preso de ese estado que congela el ánimo, siempre
cuento como anécdota que olvidé echar fotos durante el partido. Por supuesto, era un madridista fervoroso que vivía sus años más intensos de militancia madridista, consciente
de la importancia del duelo para el club, y la idea de captar imágenes era
secundaria; pero también resultaba la segunda vez en mi vida que veía al Real Madrid
en directo, en un estadio de fútbol. Y era joven. Compréndanme. Por eso, hipnotizado
por todo cuando contemplaba, mi propósito inicial pasaba por fotografiar cualquier detalle que sucedía delante de mis ojos: la llegada al estadio, los hinchas en la
Castellana, algún aficionado del Mallorca, el calentamiento de los futbolistas,
el trío arbitral, una falta en los primeros minutos… Hasta que Varela heló el
Bernabéu con su gol. Sólo cuando terminó el partido y los jugadores, inmersos
en la celebración, se acercaron hacia nuestra zona pude caer en la cuenta de
que no había fotografiado nada más. Ninguna instantánea más. Pese a mis
propósitos iniciales, en ningún momento me acordé de la cámara. Desde entonces
tengo claro que las cámaras de fotografías, ahora móviles, en los campos no son
cosa de hinchas sino de turistas o de primerizos.
El fútbol recuerda al Real Madrid de la 06-07 como un equipo
que se proclamó campeón jugando mal. Y, ciertamente, aquel Madrid tenía
muchos problemas. Con una plantilla extrañamente diseñada (cohabitaban veteranos
cerca de la decadencia con noveles sin caché; lidiaban futbolistas seleccionados por Capello con otros a los que el entrenador nunca pidió), sin estilo tras una temporada
abrupta, salpicada por las derrotas ante rivales menores y las prematuras eliminaciones
europeas y coperas, por las críticas furibundas y por un ambiente enrarecido en
el club, y abocado a los impulsos de orgullo herido del final del curso; el
Madrid se plantó en la jornada 38 sin un fútbol definido. Su juego
ofensivo era disperso y efervescente, casi improvisado, confiado al talento de sus jugadores y
su instinto competitivo. No, no fue
el bloque rocoso que deseaba Capello, y que intentó cimentar con aquel doble pivote
Emerson-Diarrá; pero sí exhibió el espíritu ganador que anhelaba el técnico
italiano.
Y, claro, aquella tarde no iba a disimular las
carencias de todo un año. Y para colmo el Madrid empezó nervioso. El Mallorca,
en cambio, sin agobios, se desenvolvía cómodo en el campo madridista, con Jonás
perforando por su banda y sobre todo con Arango, que entre líneas hacía daño a
la defensa blanca. En una de sus escaramuzas, el venezolano asistió y Varela finalizó. Gol
del Mallorca. La tensión, el marcador en contra y un estadio mudo no ayudaban a ubicarse al equipo blanco en el partido. El Madrid palidecía para generar oportunidades y recurría
a menudo a los balones largos. No había manera de enlazar con los delanteros. Van
Nistelrooy, desconectado; Raúl, desaparecido, dominados ambos por Ballesteros -una leyenda del fútbol secundario-. Diarrá perdió dos balones en sendas
conducciones y se lo recriminó el Bernabéu, que poco después coreaba el nombre de Guti, suplente aquella
jornada.
La única luz en el juego era Robinho. El brasileño se
ofrecía constantemente, pedía la pelota, la buscaba. Y con ella en sus botas, Robinho
encaraba, desequilibraba e intentaba asociarse. El juego se desatascaba con sus
acciones. También puso el peligro, sorprendentemente, Míchel Salgado (titular por
lesión de Miguel Torres), con dos internadas por su banda, caño al rival incluido.
E igualmente Beckham, con sus centros y sus faltas, siempre amenazantes. El
inglés, una ocasión más -y esta era la última-, se mostró generoso en el esfuerzo y
valiente en la actitud. Entre tanto el Barcelona ganaba 0-3 en el minuto 37, según
indicaba Carlos Martínez. No hubo más ocasiones y el duelo se marchó al descanso
con el madridismo en estado de shock.
Entró Guti por Emerson en la reanudación, pero la
balanza no se invirtió. Al menos durante los primeros 20 minutos: ni el Mallorca sufría ni el
Madrid encontraba ideas. De nuevo Varela dispuso de una clamorosa oportunidad tras un excelente pase de Aganzo. Tan cómodo discurría el Mallorca que incluso se
permitió el lujo de hacer un rondo en una jugada. Los minutos pasaban y el
Madrid sólo era capaz de alcanzar la portería rival con dos acciones de
Beckham: un centro que Ramos no remató por poco y una falta que se estrelló en
el larguero. El inglés, para más inri, se retiraba lesionado. Pero, caprichos del destino, detalles del fútbol, esta desdicha marcó el duelo. Su sustituto,
Reyes, cambió el devenir del partido precisamente en el segundo
balón que tocó: en el enésimo intento de Robinho por la banda, el brasileño conecta en el área
con Higuaín, quien con un espléndido movimiento se deshace de Ballesteros y se la
coloca a Reyes. El andaluz chuta al primer palo y marca el empate.
Ya nada fue igual. Todo lo que el Madrid no había logrado con el juego, lo consiguió con la fe y el empuje, que también forman parte del
fútbol -dicho sea de paso-. La grada se reactivó y el Real se volcaba. Guti,
que casi se autoexpulsa tras un calentón (“El Madrid necesita once jugadores para
remontar”, decía Robinson), se adueñó de los mandos y el duelo entró en un trance frenético. Robinho deja en el suelo a
Héctor y su disparo roza el palo. El brasileño tira una doble pared con Diarrá,
que cae en el área. No hay penalti. Entregado el Madrid en ataque, el Mallorca aprovecha
una contra por medio del exculé Maxi López para dar el último susto, desbaratado por Casillas. El conjunto blanco, desatado, mete
la quinta marcha. Y otra vez Robinho prueba desde fuera del área, pero Moyá despeja a córner. Fue el momento. Ese saque de esquina acabó en diana. Diarrá remató uno de los
goles más importantes -¿y olvidados?- de la historia moderna del madridismo. Por
cierto, quien lanzó el córner fue el Pipa, doble asistente, protagonista cuando entonces gozaba de buena
estrella (el gol definitivo de la remontada ante el Espanyol, el tanto del alirón que
marcaría en Pamplona un año después… El Lyon embrujó a un jugador que se vació sin éxito para triunfar en el Real).
No hay comentarios:
Publicar un comentario