jueves, 28 de septiembre de 2017

Aquel alirón de la Liga de las remontadas



Un servidor, que estuvo aquella tarde en el Bernabéu y fue testigo de la coronación de la Liga más increíble de todas las que celebró el madridismo en su historia, nunca había visto por televisión aquel partido. Diez años después, aquel inolvidable Madrid-Mallorca reapareció de casualidad gracias a YouTube, con el encuentro completo y narrado por el equipo de Canal Plus. Fue imposible resistirse al morbo de confrontar, una década después, los recuerdos con el visionado preciso de los 90 minutos de aquel duelo. Porque sobre aquel día uno conserva intactas las sensaciones, así como las anécdotas contadas tantas veces para rememorar la cita y también las imágenes icónicas que la tele ha ido repitiendo a lo largo de estos años. Pero la memoria apenas custodió el lance del juego: el fútbol y sus circunstancias. No recordaba, por ejemplo, que Ramos (entonces se le nombraba como Sergio Ramos) jugó como central; ni recordaba tampoco la exhibición que derrochó Arango en el Bernabéu.

Me acuerdo -disculpen, pero sólo puedo usar la primera persona- del gol del Mallorca como un escalofrío; mantengo muy presente qué sentí cuando Ruud van Nistelrooy abandonaba el campo lesionado en la primera parte y con el marcador ya adverso; no olvido que dos veces pregunté por el resultado del Barça a mi desconocido vecino de asiento: sin despojarse el auricular de la radio, primero respondió 0-1 y después 0-3. Nunca más volví a preguntarle. Todavía sonrío cuando evoco las palabras que aquel grupo de hinchas gallegos le espetaban a Roberto Carlos desde la grada cuando el lateral defendía a Jonás: "Dale, Roberto, dale". Recuerdo cómo temblaba el estadio con el gol del empate. A fuego quedó grabado el abrazo con el que nos enfundamos mi otro vecino de bancada -también desconocido- y yo tras el segundo del Real. Y aún permanece fresco mi estupor al comprobar en el marcador quién había anotado el tanto, cuyo goleador, con el estruendo de la celebración, no dio tiempo a discernir en directo. “¡Diarrá, Diarrá!”, gritábamos incrédulos y sonrientes. Y jamás se borrará el instante del pitido final, las manos en alto, el alivio y el júbilo por un título que se resistió cuatro años y que se consiguió de la manera más inverosímil: a contracorriente, remontando y desafiando cualquier ley de la lógica futbolística. Esos sentimientos son patrimonio sagrado de mi memoria como madridista.

Ante todo, si una sensación perdura es la tensión con la que se vivió el transcurso de los minutos. La Décima fue una agonía hasta el gol de Ramos; la Undécima fue un mar de nervios y la Duodécima, sexo en el paraíso; pero aquel alirón de la trigésima Liga, aquella final liguera en la que el Real ponía fin a cuatro temporadas de fracasos y decepciones, si una impresión predominó en el ambiente fue la tensión.

Preso de ese estado que congela el ánimo, siempre cuento como anécdota que olvidé echar fotos durante el partido. Por supuesto, era un madridista fervoroso que vivía sus años más intensos de militancia madridista, consciente de la importancia del duelo para el club, y la idea de captar imágenes era secundaria; pero también resultaba la segunda vez en mi vida que veía al Real Madrid en directo, en un estadio de fútbol. Y era joven. Compréndanme. Por eso, hipnotizado por todo cuando contemplaba, mi propósito inicial pasaba por fotografiar cualquier detalle que sucedía delante de mis ojos: la llegada al estadio, los hinchas en la Castellana, algún aficionado del Mallorca, el calentamiento de los futbolistas, el trío arbitral, una falta en los primeros minutos… Hasta que Varela heló el Bernabéu con su gol. Sólo cuando terminó el partido y los jugadores, inmersos en la celebración, se acercaron hacia nuestra zona pude caer en la cuenta de que no había fotografiado nada más. Ninguna instantánea más. Pese a mis propósitos iniciales, en ningún momento me acordé de la cámara. Desde entonces tengo claro que las cámaras de fotografías, ahora móviles, en los campos no son cosa de hinchas sino de turistas o de primerizos.

El fútbol recuerda al Real Madrid de la 06-07 como un equipo que se proclamó campeón jugando mal. Y, ciertamente, aquel Madrid tenía muchos problemas. Con una plantilla extrañamente diseñada (cohabitaban veteranos cerca de la decadencia con noveles sin caché; lidiaban futbolistas seleccionados por Capello con otros a los que el entrenador nunca pidió), sin estilo tras una temporada abrupta, salpicada por las derrotas ante rivales menores y las prematuras eliminaciones europeas y coperas, por las críticas furibundas y por un ambiente enrarecido en el club, y abocado a los impulsos de orgullo herido del final del curso; el Madrid se plantó en la jornada 38 sin un fútbol definido. Su juego ofensivo era disperso y efervescente, casi improvisado, confiado al talento de sus jugadores y su instinto competitivo. No, no fue el bloque rocoso que deseaba Capello, y que intentó cimentar con aquel doble pivote Emerson-Diarrá; pero sí exhibió el espíritu ganador que anhelaba el técnico italiano.

Y, claro, aquella tarde no iba a disimular las carencias de todo un año. Y para colmo el Madrid empezó nervioso. El Mallorca, en cambio, sin agobios, se desenvolvía cómodo en el campo madridista, con Jonás perforando por su banda y sobre todo con Arango, que entre líneas hacía daño a la defensa blanca. En una de sus escaramuzas, el venezolano asistió y Varela finalizó. Gol del Mallorca. La tensión, el marcador en contra y un estadio mudo no ayudaban a ubicarse al equipo blanco en el partido. El Madrid palidecía para generar oportunidades y recurría a menudo a los balones largos. No había manera de enlazar con los delanteros. Van Nistelrooy, desconectado; Raúl, desaparecido, dominados ambos por Ballesteros -una leyenda del fútbol secundario-. Diarrá perdió dos balones en sendas conducciones y se lo recriminó el Bernabéu, que poco después coreaba el nombre de Guti, suplente aquella jornada.

La única luz en el juego era Robinho. El brasileño se ofrecía constantemente, pedía la pelota, la buscaba. Y con ella en sus botas, Robinho encaraba, desequilibraba e intentaba asociarse. El juego se desatascaba con sus acciones. También puso el peligro, sorprendentemente, Míchel Salgado (titular por lesión de Miguel Torres), con dos internadas por su banda, caño al rival incluido. E igualmente Beckham, con sus centros y sus faltas, siempre amenazantes. El inglés, una ocasión más -y esta era la última-, se mostró generoso en el esfuerzo y valiente en la actitud. Entre tanto el Barcelona ganaba 0-3 en el minuto 37, según indicaba Carlos Martínez. No hubo más ocasiones y el duelo se marchó al descanso con el madridismo en estado de shock.

Entró Guti por Emerson en la reanudación, pero la balanza no se invirtió. Al menos durante los primeros 20 minutos: ni el Mallorca sufría ni el Madrid encontraba ideas. De nuevo Varela dispuso de una clamorosa oportunidad tras un excelente pase de Aganzo. Tan cómodo discurría el Mallorca que incluso se permitió el lujo de hacer un rondo en una jugada. Los minutos pasaban y el Madrid sólo era capaz de alcanzar la portería rival con dos acciones de Beckham: un centro que Ramos no remató por poco y una falta que se estrelló en el larguero. El inglés, para más inri, se retiraba lesionado. Pero, caprichos del destino, detalles del fútbol, esta desdicha marcó el duelo. Su sustituto, Reyes, cambió el devenir del partido precisamente en el segundo balón que tocó: en el enésimo intento de Robinho por la banda, el brasileño conecta en el área con Higuaín, quien con un espléndido movimiento se deshace de Ballesteros y se la coloca a Reyes. El andaluz chuta al primer palo y marca el empate.

Ya nada fue igual. Todo lo que el Madrid no había logrado con el juego, lo consiguió con la fe y el empuje, que también forman parte del fútbol -dicho sea de paso-. La grada se reactivó y el Real se volcaba. Guti, que casi se autoexpulsa tras un calentón (“El Madrid necesita once jugadores para remontar”, decía Robinson), se adueñó de los mandos y el duelo entró en un trance frenético. Robinho deja en el suelo a Héctor y su disparo roza el palo. El brasileño tira una doble pared con Diarrá, que cae en el área. No hay penalti. Entregado el Madrid en ataque, el Mallorca aprovecha una contra por medio del exculé Maxi López para dar el último susto, desbaratado por Casillas. El conjunto blanco, desatado, mete la quinta marcha. Y otra vez Robinho prueba desde fuera del área, pero Moyá despeja a córner. Fue el momento. Ese saque de esquina acabó en diana. Diarrá remató uno de los goles más importantes -¿y olvidados?- de la historia moderna del madridismo. Por cierto, quien lanzó el córner fue el Pipa, doble asistente, protagonista cuando entonces gozaba de buena estrella (el gol definitivo de la remontada ante el Espanyol, el tanto del alirón que marcaría en Pamplona un año después… El Lyon embrujó a un jugador que se vació sin éxito para triunfar en el Real).

Al poco, Reyes anotaba el tercero y el madridismo se desahogaba al fin: la Liga de las remontadas era suya, era nuestra.






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