miércoles, 30 de mayo de 2018

La Decimotercera

Gareth Bale, en el minuto 64. Foto de Robert Ghement (Efe)

Los detalles resuelven el fútbol. La final de Kiev deparó las lágrimas de un portero desdichado en el peor momento, pero también dejó la extraordinaria imagen de un gol de chilena en el instante más decisivo, como es la cima de la Copa de Europa. En un duelo hay otros factores importantes además de los detalles, por supuesto: detrás de los focos del golpeo estelar de Bale encontramos la soberbia actuación de Ramos y Varane anulando al tridente red, el recital silencioso de Benzema bailando su mejor vals y el trabajo de un equipo que capeó el fulgurante inicio del rival para sentirse dominador con el paso de los minutos. El juego pesa y fija el rumbo, aunque no decida tanto como una pelota caprichosa. De disgustos inoportunos bien sabe el madridismo, que se vio obligado a remar como nunca en el partido más angustioso de su historia moderna cuando Casillas –el héroe de tantas noches- salió a no se sabe dónde hasta que una hora después Sergio Ramos, en otro detalle crucial, puso fin a la agonía.

La Decimotercera llegó sin respiro, casi atropellando las anteriores. Apenas da tiempo para valorar la dificultad que supone convertirse en campeón de Europa, no digamos ya la hazaña de conseguirlo en tres ocasiones de forma consecutiva. Mi generación se hizo madridista durante las tres Champions del 98 y al 2002 y sobrevaloró el mérito de la victoria: pasé toda una adolescencia sintiendo la amargura de la derrota. Por eso uno no olvida las seis eliminaciones en octavos ni los golpes de las semifinales; uno todavía recuerda las noches de Lyon, el desastre de la Roma, el dolor de la tanda de penaltis de 2012 y la debacle en Dortmund y su remontada truncada. Los fantasmas pasados siguen ahí, aunque los destierre la poderosa sonrisa de Zidane –cómo sonríe, otro gran detalle-. El madridista se siente ahora feliz, abrazado a Zizou, cuya figura es un regalo para el madridismo.

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